Se ha sabido de supersticiosos que entierran las uñas que se cortan, o de enamorados que arrancan pelos de la cabeza de su amante creyendo que este detritus está vinculado por siempre al espíritu de la persona de quien proviene. ¿Cómo se relaciona la materia del cuerpo con el ser? ¿Nos reconocemos en nuestros dientes de leche o en la capa de piel que se descarapela después de broncearnos? ¿Qué pasa con nuestros órganos internos? O nuestros procesos corporales– ¿de qué manera se relacionan con nuestro entendimiento de lo que significa ser y hacer?
Las esculturas de Kristin Reger juegan con esas preguntas. Evocan al cuerpo —lenguas, venas, hueso, dientes— pero son a la vez objetos con su propia sensibilidad y voluntad, criaturas que al retorcerse, abrazarse y estirarse vuelven a la parte un entero. Una colección de cosas corporales que bailan alrededor del miedo a la imprevisibilidad del cuerpo y del miedo a encontrarnos con lo que hay dentro de nosotros, fuera de control. Al crear un universo más fantasmal que visceral, osificando la carne del cuerpo en porcelana y barro, Reger construye un espacio seguro para observar, a una distancia prudente, nuestra ansiedad por la muerte y la decadencia. En “Burst”, constelaciones de sinuosas piezas de porcelana cuelgan de ganchos de carnicero y cuerdas elásticas como huesos fundidos, poniendo el foco en el momento de tensión en que el desenfreno del cuerpo ya no puede ser contenido. Esta ensoñación orgiástica de gusanos en el aire amenaza con desmoronarse en cualquier momento; la fragilidad y la capacidad de las esculturas de reconstituirse con cicatrices mutantes donde la porcelana ha sido reparada con adhesivo reactivo son evidentes. La hernia, el disco dislocado, el diente errante que rompe la encía, la enfermedad y allá al fondo, la muerte. La burbuja ha explotado. The bubble has burst.
– Erin Sheehy